La Leyenda de la Mulata de Córdoba

Hace más de dos siglos y en la poética ciudad de Córdoba, vivió una célebre mujer, una joven que nunca envejecía a pesar de sus años. Nadie sabía hija de quién era, pero todos la llamaban la Mulata.

En el sentir de la mayoría, la Mulata era una bruja, una hechicera, pues muchos vecinos aseguraban que al pasar a las doce por su casa habían visto que por las rendijas de las ventanas y de las puertas salía una luz siniestra, como si por dentro un poderoso incendio devorara aquella habitación.

Cuando apareció en la ciudad, los jóvenes, prendados de su hermosura, disputaban la conquista de su corazón. Pero a nadie correspondía, a todos desdeñaba, y de ahí nació la creencia de que el único dueño de sus encantos, era el señor de las tinieblas.

Pero, aquella mujer siempre joven, frecuentaba los sacramentos, asistía a misa, hacía caridades, y todo aquel que imploraba su auxilio la tenía a su lado, en el umbral de la choza del pobre, lo mismo que junto al lecho del moribundo.

Se decía que en todas partes estaba, en distintos puntos y a la misma hora; y llegó a saberse que un día se la vio al mismo tiempo en Córdoba y en México; “tenía el don de ubicuidad” – dice un escritor – y lo más común era encontrarla en una caverna. “Pero éste la visitó en una accesoria; aquél la vio en una de esas casas horrorosas que tan mala fama tienen en los barrios más inmundos de las ciudades, y otro la conoció en un modesto cuarto de vecindad, sencillamente vestida, con aire vulgar, maneras desembarazadas, y sin revelar el mágico poder de que estaba dotada.”

La hechicera servía también como abogada de imposibles. Las muchachas sin novio, que iban perdiendo la esperanza de hallar marido, los empleados cesantes, las damas que ambicionaban competir en túnicas y joyas con la Virreina, los militares retirados, los médicos jóvenes sin fortuna, todos acudían a ella, todos invocaban en sus cuitas, y a todos los dejaba contentos, hartos y satisfechos.

Por eso todavía hoy, cuando se solicita de alguien una cosa difícil, casi irrealizable, es costumbre exclamar: –¡No soy la Mulata de Córdoba!

La fama de aquella mujer era grande, inmensa. Por todas partes se hablaba de ella y en diferentes lugares de Nueva España su nombre era repetido de boca en boca.

Así a Don Martín de Ocaña, Alcalde de Córdoba, hombre entrado en años que ardía de pasión por la Mulata. Le confesó su amor, llegó a prometer regalos y premios si cedía a entregarle su cuerpo. La Mulata no estuvo dispuesta ni siquiera a sonreírle, mucho menos a brindarle un gesto de esperanza.

Para deshacerse del desagravio de la razón de su sufrimiento, el alcalde acusó a la Mulata de haberle dado un bebedizo para hacerle perder la razón. La denuncia con la esperanza de verla arder en una pira de leña verde. ya que el pronunciada que si era suya o de nadie.

La misma noche, el alcalde seguido por sus sirvientes, asistentes, policías y hasta amigos, rodearon la choza de la Mulata y en nombre de la Santa Inquisición le mandan abrir la puerta, pero ella, presa de justo miedo, no obedece. El despliegue de las fuerzas que utilizaron para detenerla era como para aprehender a las bandas de salteadores que por esas épocas merodeaban el camino de Córdoba a Veracruz.

Por fin fue apresada y llevada en una carreta descubierta, custodiada por el Santo Oficio hasta las seguras mazmorras del castillo de San Juan de Úlua, donde fue encerrada en espera de su castigo.

Después de su rápido juicio se encontró culpable de sostener pactos con el maligno, la sentencia decía que la Mulata de Córdoba, como ya era conocida, fuera quemada con leña verde, en presencia de los ciudadanos para que tomaran claro ejemplo de lo que no se debe hacer y dar justo escarmiento, de los que, como ella, se apartan de los caminos del bien.

Toda la noche, en lugar de rezar las oraciones pertinentes que demostraran su arrepentimiento, la pasó dibujando con un trozo de carbón un barco en la pared del calabozo. Con tal maestría y primor que el carcelero que al otro día en la madrugada fue a buscarla, quedó pasmado ante tal obra de arte.

Tenía perfectamente delineados todos los aparejos de un bajel dispuesto para una gran travesía en alta mar. Ante la sorpresa del guardia, la Mulata le preguntó con una amplia sonrisa. “¿Qué es lo que le falta a esta embarcación?”. A lo cual contestó presuroso el guardián. “Andar”. “Pues mira como anda” le respondió la Mulata subiendo ágil por las escalerillas del barco. Todavía se volvió para despedirse de sus captores con un suave gesto de la mano indicando su adiós. Mientras el galeón desaparecía ante los desorbitados ojos del carcelero, quien, mudo e inmóvil, con el cabello de punta, y la boca abierta, vio aquello sorprendido.

Cuenta la tradición, que algunos años después de estos sucesos, hubo un hombre, en la casa de locos detenido, y que hablaba de un barco que una noche bajo el suelo de México cruzaba llevando una mujer de altivo porte, era el carcelero de la Mulata. Nada se volvió a saber.

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